No os lo creeréis, pero ya han pasado más de 48 horas desde el partido del sábado, y aún tengo el olor del césped de Riazor incrustado en la pituitaria. Un césped que he tenido el privilegio de pisar por primera vez en mi vida durante un partido oficial, para llevar a mi hijo a que se hiciera la foto con el Depor. Tiene su coña: 29 años y 12 días después de aquél 7 de Septiembre de 1.980, Depor 3 - Ensidesa de Avilés (ya desaparecido) 0. Y la verdad, y no me da vergüenza decirlo, aún me tiemblan las piernas: menudo subidón.
Jorge Valdano, nuestro Pedante de Guardia del fútbol español, hablaba del miedo escénico del Bernabéu para justificar cómo los rivales que llegaban en aquellas eliminatorias de Copa de Europa de los años 80 con una renta que creían holgada para eliminar al Madrid, se arrugaban y acababan cayendo devorados por el estrépito de una grada que parecía devorarlos sin pelar, y lo que es peor, sin anestesia. Pues el césped de Riazor transmite esa misma sensación, a pesar de que el sábado eran sólo (maldita sea) 17.000 almas las que rodeaban el césped, a mí me pasó. Se te encoge el alma y hasta el ombligo, y para alguien como yo que ya se ha metido entre pecho y espalda quizás más de 600 partidos en esta bendita casa, subir por el túnel de vestuaros con tu hijo de la mano y llegar al césped, aunque ni tú ni tu hijo sean los que vayan a jugar o a decidir el resultado final, si no a compartir unos breves momentos con los que defienden tus colores y tu forma de sentirlos, es algo que no se puede expresar fácilmente con palabras.
Que sí, que a mí me hacía más ilusión que a mi hijo pisar el césped y hacerse la foto con los jugadores, pero esa es también una forma de implicarle y hacerle compartir algo para mí (y me imagino que para los que tengáis la infinita pacienia de leer esto) muy especial, algo sin lo que yo no sabría explicarme a mí mismo. Una camiseta, un club, un colectivo detrás, una historia de tristezas y frustraciones primeras que dieron paso a triunfos y alegrías posteriores. Pero también poder contemplar la cara de aquellos niños, algunos grandes, otros pequeños, unos más conscientes que otros de lo que estaban viviendo, te hace pensar en el futuro y seguir animando, seguir apoyando para que los que vengan detrás vean lo que un día fuimos capaces de hacer y mantengan viva la llama, la ilusión y que intenten emular y conseguir en mayor o menor medida, lo que hemos sido capaces de conseguir los privilegiados que nos ha tocado vivir este tiempo tan maravilloso.
Que así sea: no dejemos que la llama se apague. Amén.